31 agosto 2008

De cuando te permites ver el vaso medio lleno.


De aquellas pequeñas cosas que nos hacen sentir sublimes se ha escrito tanto que me atemoriza de algún modo iniciarme en esta nueva entrada de mi, no olvidado aunque lo parezca, blog. Quizá sobre los motivos que nos impiden sentirnos así se haya escrito algo menos pero es posible que me equivoque en esto. En cualquier caso, es precisamente uno de ellos, a saber, la falta de tiempo provocada por el mucho trabajo, el causante fundamental que me ha impedido tener regularidad en las prometidas entradas mensuales de este blog, y es a su vez el que motiva que sobre esto me decida a escribir.

El deleite intelectual es ante todo personal y cada cual lo disfruta a su entender, de la forma más completa y rica que puede, si acaso repara en que el intelecto, no solo los sentidos, también puede depararle momentos de placer y disfrute incomparables. El problema reside en que estamos, a mi parecer, tan inundados de estímulos variados que inciden directamente sobre nuestras necesidades e instintos más primarios, que no encontramos ocasión, tiempo o motivación para desviar nuestra atención hacia el mundo de lo sustanciosamente “inmaterial”, hacia el paraíso de los sueños en vela; dirigirse teniendo de quilla el lomo de un libro, a modo de barco, hacia lugares lejanos que quizás nunca pisemos o deleitarse en los maravillosos silencios, meditadamente insertados, de una sutil sinfonía está al alcance de todos pero no siempre es valorado en su medida.

En mi caso, tras un periodo de seis meses expuesto a un ritmo de vida que me atrevería cuanto menos a calificar de “grotesco”, que por cierto es digno del de cualquier chino de clase media, lo cual no me produce sino compasión, vuelvo a disfrutar de “tiempo” para poder dedicar a: escribir, leer, diseñar, ordenar, dormir, escuchar, observar,… El trabajo, las obligaciones, las deudas, los hijos, el transporte, el consumo y los “pasatiempos” teledirigidos tipo fútbol y demás telechorradas nos restan tiempo y, peor aún, paz interior suficiente para dejarnos caer en lo sublime de un verso, en la belleza de un paisaje tantas veces visto pero tan pocas contemplado, en el estimulante instante de una tertulia o incluso de un debate enriquecedor con amigos, en la maravillosa experiencia de poder escuchar, visualizar, descubrir, escudriñar, analizar o incluso intentar adivinar el comportamiento de la gente, que tantas otras veces contribuía con su indiferente discurrir al sentimiento de soledad y que otrora parece cobrar vida ante unos nuevos ojos llenos de paz interna. Me atrevería a decir incluso, en relación con este último ejemplo, que, si no fuera porque de momento me siento acechado por tantas certidumbres venideras que no me dejan relajarme del todo, podría sacar provecho de tal estado escribiendo mucho y mejor sobre tantas y tantas cosas que uno llega a aprender, a golpe de observación, en el trayecto diario al trabajo.

Cuando te enfrascas tanto en “vivir” que se te olvida vivir, acabas lamentándolo con el tiempo, y lo peor no es eso, sino que acaba pasando factura siempre y sin poder evitarlo, ya sea sobre la salud propia o ajena, teniendo que asumir pérdidas que no siempre han de ser graves: amigos, relaciones, vínculos, experiencias, dinero,… Pero a la vez pienso que por ser pesarosa pero al tiempo aleccionadora, la experiencia de darse cuenta de la importancia del cambiar el “vivir” por una vida mejor y más plena es altamente recomendable que todo el mundo la pase. Sólo después de echar en falta lo que tenemos aprendemos a valorarlo en su justa medida.

A colación de esto, este mes quiero compartir con todos, uno de los maravillosos textos que se pueden encontrar en los libros de Tony de Mello y que ahora viene a mi memoria en lo sustancial. Se trata de un cuento que por no tener ahora al alcance el libro en cuestión no puedo referencias ni transcribir de forma literal, pero que venía a contar una historia como la siguiente que intentaré insinuar de memoria.

“Érase un hombre que vivía en una pequeña casa que compartía con sus tres hijos y su mujer, y que se encontraba agobiado por las estrecheces y las incomodidades que debía de sufrir por tener que dormir todos en un mismo dormitorio que a su vez servía de salón y cocina. Al tiempo que su desesperación se acrecentaba y su impaciencia se hacía dueño de él mismo, decidió consultar con un anciano monje, sabio del lugar, en busca de consejo, pues según había oído todos los que a él acudieron quedaron complacidos en su sabiduría.

Ocurrió entonces, que acercándose un día al sabio le dijo: Oh, venerado anciano, vengo ante ti apesadumbrado porque mi casa es pequeña y mi mujer, mis hijos y yo no alcanzamos a encontrar paz en ella y de contínuo nos enzarzamos en peleas y discusiones debido al poco espacio que tenemos y al agobio que esto nos produce. Te estaré eternamente agradecido si algún sabio consejo puedes ofrecerme que salve la integridad de mi hogar, amenazada por nuestra incapacidad para tolerar esta situación por mucho más tiempo.

El sabio, ni corto ni perezoso se dirigió al hombre en estos términos: Si has venido ante mí deberás confiar en mi criterio y hacer cuanto te mande aún cuando no comprendas los motivos. El hombre, desecho y esperanzado al mismo tiempo, aceptó de buena gana seguir todos los consejos que el anciano le diese. Entonces dijo el sabio: Ve, busca a tus padres y llévalos a tu casa y dentro de unos días ven a verme.

Al cabo de unos días, como convinieron, el hombre visitó a su consejero diciendo: Sabio anciano, hice lo que me pediste pero no resultó, ahora somos más en casa y el problema se agrava, dime que hé de hacer. Bien, replicó el monje, ahora lleva entonces a los padres de tu mujer a tu casa también y ven a verme dentro de dos días. Así hizo y cuando llegó, casi llorando le suplicó al asceta que invirtiera sus consejos y diera fin a esa tortura que le había costado a él y a toda su familia, dos días sin dormir y no pocos enfrentamientos y nervios por la falta de espacio. Sin apenas conmoverse, el anciano replicó: Sé paciente amigo mío y confía en mi criterio. Vuelve a tu casa y mete en ella a todos tus animales durante la noche y verás como pronto solucionas tus problemas. Ven a verme dentro de tres días.

La voz pausada, serena y confiada del monje le llevó una vez más a seguir su consejo, eso sí, dudando cada vez más de su sabiduría en este tipo de problemas y prometiéndose a sí mismo que esa sería la última oportunidad que le daría en este asunto. Esa noche y las dos siguientes metió a los pocos animales que tenía en la habitación donde él y su familia intentaban dormir después de los no pocos enfrentamientos que durante el día protagonizaban y de las riñas y los olores de los que eran sufridores.

Tal y como convino con el monje se dirigió a hablar con él al tercer día, lleno de furia, cansancio y desecho por la situación cada vez peor a la que se había expuesto. Tal como llegó, el anciano se dirigió a él y le dijo: Sé lo que vienes a decirme, ahórratelo y dirígete a tu casa, saca a los animales de ella, sacrifica alguno y ofréceles una buena comida a tus padres y a los de tu mujer antes de llevarles a sus casas de vuelta. Ven mañana y entonces te oiré.

Así lo hizo, sacó los animales, degolló un cabrito y lo comió con su familia. Abrió las ventanas de su casa y la limpió con su mujer. Esa noche cuando se fueron a dormir se dijo a sí mismo: ¡Que paz!, ¡que bien se vive así! Al día siguiente fue a ver al anciano y solo acertó a decirle: Gracias por abrirme los ojos.”


Bueno, sé que no es exactamente así, pero chispa más o menos lo que viene a contar es lo mismo, quizás un poco adornado en detalles y seguramente peor escrito, pero lo que realmente importa de este como de todos los cuentos es la moraleja. En este caso, que cada uno encuentre la suya propia.
“Es más fácil calzarse unas sandalias que pretender alfombrar el mundo”